Claus Leggewie y Horst Meier explican porqué las leyes sobre la memoria son el camino equivocado para recordar y debatir el difícil pasado de los europeos.
Como es bien sabido, la Unión Europea es una gigantesca máquina de armonización. Como ejemplo de ello, podemos mencionar la Decisión Marco del Consejo Europeo de noviembre de 2008, para luchar, por vía penal, contra determinadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia, entre ellas “la apología pública, la negación o la trivialización flagrante de los crímenes de genocidio”. No hace mucho, sin embargo, la UE se resistió a la tentación de crear una política histórica común sobre la base de este Acuerdo Marco. En un informe al Parlamento y Consejo Europeos de diciembre de 2010, la Comisión enumera una serie de diferentes legislaciones sobre la memoria en los Estados miembros, pero sin insistir en una norma común.
No obstante, en abril de 2009, el Parlamento Europeo había insistido en que “Europa no estará unida hasta que no sea capaz de establecer una visión común sobre su historia, reconozca el nazismo, el estalinismo y los regímenes fascistas y comunistas como un legado común, y lleve a cabo un debate honesto y en profundidad sobre todos los crímenes perpetrados por todos estos regímenes en el siglo pasado”. Tal declaración habría sido imposible antes de la incorporación de los nuevos países de Europa del Este a la Unión Europea. Hace tan solo 12 años, en el Foro Internacional de Estocolmo sobre el Holocausto, celebrado en el año 2000, los políticos europeos se centraron en el genocidio contra los judíos en Europa, el peor crimen de la historia humana, como elemento central de la memoria histórica colectiva de Europa y motivación para luchar contra el racismo y la discriminación en la actualidad. Como resultado, numerosos países europeos adoptaron el 27 de enero, día de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, como día oficial de la memoria histórica. De esta manera “Auschwitz” se ha convertido en una especie de mito fundacional negativo de la Europa post-fascista, y muchos países han criminalizado la negación del holocausto.
La penalización de “la mentira de Auschwitz” es comprensible para proteger y honrar a las víctimas, pero a la vez resulta problemática. Aunque el Tribunal Constitucional de Alemania ha ratificado en reiteradas ocasiones la “ley de sedición” que establece su Constitución, los delitos contemplados en dicha ley suponen una importante limitación a la libertad de expresión. Por su parte, los ex-jueces del Tribunal Constitucional alemán, Hoffmann-Riem y Hassemer, han expresado que preferirían poner fin a la tipificación de la negación del holocausto como delito. Hace mucho que se necesita tal liberalización de las leyes penales de Alemania. La imposición de un punto de vista oficial de la historia, es decir, la fusión del monopolio estatal de la violencia con el monopolio de la historia, es una característica de los estados totalitarios. Por otra parte, países europeos bien intencionados (como por ejemplo Francia en 1990), han seguido la “norma DIN alemana” (Timothy Garton Ash), y también penalizan la negación del holocausto.
No fue ninguna sorpresa que los países del este y centro de Europa, liberados en 1990 de 40 años – y en algunos casos de 50 años – de ocupación soviética, optaran por la creación de sus propias leyes contra la negación de los crímenes comunistas, lo cual era para estos países más urgente que la protección del holocausto como mito fundacional negativo de la Europa occidental. En 2004, la política letona Sandra Kalniete expresó que ambos sistemas eran “igualmente criminales”, una opinión compartida por la mayoría en los estados Bálticos, en Polonia e incluso en el sureste de Europa. De acuerdo con la legislación checa, “la negación pública, el cuestionamiento, la justificación o la apología del genocidio cometido por los nazis o el genocidio cometido por los comunistas” se castiga con una pena de seis meses a tres años de prisión. Ahora bien, si la negación del holocausto debe ser tipificada como delito en toda Europa, es inevitable que se exija dar igual tratamiento a los crímenes perpetrados por Stalin y sus camaradas.
En 2007, el Consejo Europeo pidió a la Comisión que evalúe “si es preciso un instrumento adicional relativo a la apología pública, la negación o la trivialización flagrante de los crímenes de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra dirigidos contra un grupo de personas definidas por criterios de raza, color, religión, ascendencia u origen étnico o nacional, clase social u opiniones políticas”. Mientras que algunos historiadores y directores de museos de Europa occidental se mostraron renuentes a participar en este debate, especialistas norteamericanos, como Timothy Snyder – de la Universidad de Yale (Bloodlands: Europe between Stalin and Hitler, 2010) – y Norman Naimark – de la Universidad de Stanford (Stalin’s Genocides, 2010) – han puesto de relieve la necesidad de “otros criterios” e “instrumentos adicionales”. Estos estudiosos argumentan que la definición de genocidio de las Naciones Unidas de 1948 es incompleta porque no incluye las persecuciones masivas por razones de “condición social y filiación política” (que hoy en día suele denominarse sociocidio). Esta cláusula fue eliminada a raíz de la presión soviética en el año 1948. Un ejemplo que ilustra hasta dónde puede conducir esta vía es la proclamación oficial del presidente de Ucrania, Yushchenko, en 2007 sobre la hambruna perpetrada en este país por el régimen de Stalin en 1932-1933, la llamada Holodomor, como genocidio contra la nación ucraniana.
De esta manera, el 23 de agosto se convierte en una fecha plausible para ser el verdadero día paneuropeo de la memoria. Fue aquel día de 1939 cuando el Tercer Reich y la Unión Soviética firmaron el “Pacto Hitler-Stalin”, con su protocolo secreto, e instauraron una división de las tareas de facto entre la Alemania nazi y la Rusia soviética en los territorios ocupados del este de Europa. Por lo tanto, el 23 de agosto pone en cuestión el día actual de la memoria – 9 de mayo (de 1945) – en el este de Europa, ya que el mismo conmemora el día en que esta región fue liberada del terror nazi para caer, ni más ni menos, presa de la ocupación “roja”. Sin embargo, la revisión de la fecha provoca indignación en Rusia, donde el 9 de mayo sigue siendo reconocido como el Día de la Victoria. En mayo de 2009, el presidente ruso, Dmitry Medvedev, creó una comisión “para obstaculizar los intentos de falsificar la historia de una manera perjudicial para los intereses de Rusia”. Con esto no pretendía sino proteger una versión acrítica de la historia de la “Gran Guerra Patria”, que cada vez más implica pedir abiertamente disculpas por el estalinismo.
La penalización de la negación del holocausto ha inspirado intentos análogos para prohibir la negación de otros genocidios, especialmente el genocidio armenio de 1915-1917. Varios parlamentos han aprobado leyes que tipifican como delito la negación de dicho genocidio, lo cual ha propiciado varios procesos judiciales en Suiza y Francia. Previo a su admisión en la Unión Europea, la UE exige a Turquía, de manera informal, que reconozca que lo que sucedió fue realmente un genocidio, y que abandone su posición oficial, que contempla los acontecimientos de 1915-1917 como una masacre de guerra. No obstante, la respuesta de Turquía a la presión de la UE ha sido decepcionante, ya que el artículo 301 del Código Penal de este país, donde se penaliza el “insulto a la identidad turca” (incluyendo cualquier pronunciación sobre el genocidio armenio), no ha sido reformado de un modo sustancial.
De manera similar, los historiadores postcoloniales comparan los crímenes cometidos por las potencias europeas con la Shoah (el holocausto). Los investigadores consideran que el elevado número de víctimas y el alto grado de planificación y organización sistemática en ambos casos, son paralelismos evidentes. En mayo de 2001, el parlamento francés aprobó una ley, propuesta por la representante de los nacidos en Guyana, Christine Taubira, que contemplaba la esclavitud como un crimen contra la humanidad. Esto llevó a juicio al historiador Olivier Pétré-Grenouilleau, quien se negó a considerar la esclavitud como una forma de genocidio en su (crítico) libro sobre la trata de esclavos. Y puesto que cada acción conlleva una reacción, en el año 2005, una iniciativa parlamentaria en Francia instó a poner de relieve los “aspectos positivos” del colonialismo. Los historiadores lo rechazaron, y todo lo que queda hoy del intento de crear una versión aséptica de la historia es una ley que prohíbe el insulto o abuso hacia cualquier persona que haya luchado por Francia en las colonias.
Más de 1.000 académicos franceses (y de otras nacionalidades) participaron en una enérgica protesta – bajo el lema “Liberté pour l’histoire” (Libertad para la historia) – contra cualquier ley de memoria histórica, independientemente de si esta tiene por objetivo prohibir o prescribir una visión particular de la misma. De esta manera luchan por la libertad de expresión e investigación académica, como lo hace la Comisión Europea en el informe mencionado anteriormente, el cual sostiene que “las interpretaciones políticas oficiales de los hechos históricos no deberían imponerse mediante las decisiones mayoritarias de los parlamentos”, y que “un parlamento no puede legislar sobre el pasado”. La Comisión está a favor de establecer el 23 de agosto como día conmemorativo de la memoria en toda europa, y por lo tanto apoya una visión absolutamente anti-totalitaria, aunque equilibrada, de la historia europea, pero sin forzar ningún tipo de “armonización” o medidas legales contra visiones erróneas u ofensivas de la historia.
Refutar estos argumentos es responsabilidad de los expertos y el debate público. La Comisión quiere que la reconsideración pan-europea de la historia siga el principio: “¡Vuestro pasado es nuestro pasado!”. En otras palabras, lo que se pretende es un pluralismo de políticas sobre la memoria histórica, que tiene que ser construido por cada una de las sociedades civiles, y por la comunidad de sociedades civiles en sus respectivas interacciones. Incluso el trágico accidente de avión en Katyn, donde falleció gran parte de la cúpula de gobierno de Polonia, tuvo inesperadas consecuencias positivas. Por un lado, Rusia aceptó la matanza de la antigua casta militar polaca de manera más honesta y abierta; por otro, Polonia reconoció su propia participación en el holocausto y la expulsión de la población alemana, hechos que ya forman parte de la memoria colectiva de estos respectivos países.
Claus Leggewie es profesor de Ciencias Políticas y Director del Instituto de Estudios Avanzados en Humanidades de Essen (Alemania); Horst Meier es jurista y escritor independiente.
Este artículo fue publicado posteriormente en Eurozine.